Tal y como recoge el catálogo de una exposición fotográfica de la Fundación Iberdrola, “la revolución eléctrica que tuvo lugar a partir del último cuarto del siglo XIX cambió para siempre la faz de los negocios y la for­ma de vida de las gentes en todas las partes del mundo, y Espa­ña no constituyó una excepción a esta regla sino más bien lo contrario”. Las empresas trataron de obtener del río Duero toda la energía posible favoreciendo el desarrollo económico de la zona en detrimento de algunos pueblos, anegados por la construcción de embalses, y en favor de otros, no solo agraciados por su instalación sino, en algunos casos, nacidos de forma expresa para la creación de las centrales hidroeléctricas. 

En este último caso encontramos el ejemplo del poblado de Castro, perteneciente al municipio de Fonfría, en la comarca de Aliste, y ubicado a cuatro kilómetros de Castro de Alcañices, localidad de la que toma su nombre. “Durante la primera mitad del siglo XX, los proyectos de construcción de presas en España desbordaban los aspec­tos estrictamente técnicos o empresariales. Su magnitud y complejidad requerían de una ingente cantidad de mano de obra, lo que unido al hecho de que estas obras se llevaban a cabo a menudo lejos de los grandes núcleos de po­blación, hacía necesario construir en el entorno directo de la obra lo que se conoció como los poblados”, explican desde la Fundación. 

Poblados o verdade­ros pueblos donde se desplazaban los trabajadores de la presa con sus familiares y donde habitaban durante el desarrollo de las obras. “Eran verdaderas localidades levantadas de la nada, donde se necesitaba instalar todo cuanto fuera imprescindible para el desarrollo de la vida cotidiana: además de la lógica infraestructura, escuelas, enferme­rías, hospitales, instalaciones deportivas —generalmente frontones o campos de fútbol—, iglesias, comedores, can­tinas, viviendas y muchos barracones”. 

El 12 de diciembre de de 1952, la Central I de Castro, conocida como ‘El Salto de Castro’, fue puesta en marcha. Sin embargo, 37 años más tarde, en 1989, instalaron controles remoto y el poblado quedó abandonado a causa del traslado de los empleados y del puesto de la Guardia Civil que lo custodiaba. A partir de entonces, el poblado fue asaltado por los vándalos. No quedan ni los bancos ni las campanas de la Iglesia, cuyas fachadas están llenas de pintadas. Las viviendas de los obreros, desvalijadas. Y las habitaciones de la hospedería, saqueadas. Hoy en día, impera el silencio, tan solo roto por los crujidos de las puertas, las pisadas sobre los cristales que tapizan el suelo y el travieso jugueteo del viento con las contraventanas. 

“Lo que más impresiona al llegar al lugar, es la soledad que se percibe”, cuenta Jairo Prieto, autor del libro ‘Pueblos fantasma de Zamora. Mapas y rutas por pueblos abandonados de la provincia’. El joven escritor publicaba esta guía en noviembre de 2015 gracias a la Biblioteca de Cultura Tradicional Zamorana y a la Editorial Semuret. En la publicación, ’Salto de Castro’ aparece como el primer ejemplo de ‘pueblo fantasma’, al tratarse de “uno de los pueblos abandonados más impresionantes y mejor conservados que hay actualmente en la provincia”. 

En su reseña, el autor hace referencia al poblado, de “aspecto desolador”, como ‘La ciudad sin ley’, uno de los numerosos grafitis que se pueden leer en el lugar. “Es como si hubiera habido algún tipo de conflicto bélico”, ejemplifica. “El poblado se presenta como habitado por fantasmas y almas en pena que tal vez hayan escogido esta pequeña localidad como lugar de residencia… una ciudad fantasma en la provincia”.

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