A las once de la noche los hermanos, hombres y mujeres, accedían al interior del templo románico de Santa María de La Horta para asistir a la misa de hermandad, unidos en el rezo y en el cántico con el coro parroquial, antes con Juan Manuel, el cura grande, bueno; ahora con Mercedes, la voz profunda, clara, que proclama un 'Venid a Mí' que es promesa renovada año tras año. Las mismas canciones, los mismos abrazos, el reencuentro, ya tantas ausencias. Hay algo místico en todo ello.
Pana verde en los caperuces y en el fajín; túnica blanca de estameña, guantes blancos, y la mirada perdida, elevada al precioso Crucificado que era velado durante el día. A las doce en punto de la medianoche, los tambores marcan las siete palabras y un redoble simulando el cataclismo. Las puertas del templo se abren y el Cristo sale a la calle, siempre el primero, en recuerdo de aquellos primeros años en que no cabía por la puerta de Santa Lucía y lo instalaban en sus andas en el exterior del templo.
Siempre el primero. Tras Él, la Cruz guía y los hermanos en fondo de tres, y el primer traqueteo de los hachones contra las losas de piedra, metrónomo de la penitencia de centenares de pies descalzos. Es la noche de los sonidos, del crepitar de las llamas, de los bombos destemplados, los grandes y los pequeños. Es la noche de los tambores marcando el paso con pie quebrado de un Cristo que nunca se detiene, apenas en los imperceptibles relevos de sus cargadores. Cristo de las cuestas, San Cipriano y El Piñedo, de las calles estrechas, de la Plaza de Viriato donde la voz de José Carlos, que tantos años lo llevó sobre sus hombros, se hizo plegaria en la noche.
Es la noche de la palabra, los siete últimos mensajes de amor que el Crucificado lanza desde la Cruz. Los siete estandartes, los siete Cristos flanqueados por los faroles que portan los mayordomos. Qué orgullo, cuántas procesiones contemplan la mayordomía. La procesión interior, de los ojos al alma, siempre bajo el caperuz, siguiendo el paso de un Cristo vivo en la antesala de la muerte. Mi querido Cristo con tus ojos almendrados. Yo te reconozco en su rostro doliente.
Y entre la realidad y el sueño, esa emoción íntima caperuz adentro, con la madrugada encima, en el silencio sepulcral del regreso, las puertas del templo se abrieron pasadas las dos de la madrugada. El frío se echaba encima, los tambores simularon el cataclismo, los cofrades descubrieron sus rostros. La penitencia estaba cumplida. Estaremos con Él en el Paraíso.