La experiencia de la joven zamorana Marta Ferrero como misionera en Angola: “Doy gracias por todo lo que sentí”

“Lo que para nosotros puede ser un pequeño gesto, para otros puede ser una nueva oportunidad de vida”, asegura esta zamorana de 25 años.

Marta Ferrero en Angola
Marta Ferrero en Angola

Marta Ferrero Moralejo tiene 25 años es Enfermera en Urgencia en el Hospital Virgen de la Concha y en el año 2017 viajó a Lobito, Angola, acompañada por Lara, otra compañera, y el sacerdote Jesús Campos, entonces párroco de San Lorenzo. 

Su experiencia misionera ha servido para ilustrar la porta de la revista Super Gesto. La revista misionera dedicada a los jóvenes. Se da la circunstancia que después de años de editar la revista, es su último ejemplar de la historia. Deja de emitirse para encontrar otros cauces de comunicación con los jóvenes.

A las puertas de la jornada del DOMUND, Marta Ferrero cuenta su experiencia:

“Me llamo Marta, tengo 25 años y soy enfermera en Zamora.  Vivo con mis padres y siempre hemos estado muy vinculados a la Iglesia de nuestro barrio, San Lorenzo. Desde bien pequeña participaba en las actividades que se realizaban a lo largo del curso (el Domund como el que ahora celebramos, la operación kilo, los villancicos en Navidad,…). Aprovechaba las vacaciones para perderme en las aventuras de los campamentos e incluso tuve la oportunidad de vivir dos JMJ con mi grupo de jóvenes. La primera fue en 2011 en Madrid y la segunda nos llevó hasta Cracovia en el 2016. Justo un verano antes de que nos embarcáramos en la Misión. 

Don Jesús, el párroco que teníamos en aquel momento, hizo que nos picara el gusanillo y permitió que Lara y yo le acompañáramos en la experiencia. Una experiencia que no se quedó solo en ese verano, concretamente en esos 43 días que allí pasamos. Hubo mucha ilusión y trabajo antes, y por supuesto, lo mismo con nuestra vuelta. Quería que “mi mundo” se sintiera parte de esto y poder compartir con ellos lo bonito que habíamos vivido.

Desde el comienzo, toda la gente nos apoyó y se volcó con nosotros a la hora de recoger material escolar, sanitario, juguetes para los más pequeños, ropa y equipaciones deportivas, y multitud de donaciones altruistas para que luego ellos pudieran invertir en lo que consideran necesario allí. 

Después de muchas vacunas, visados y demás papeleo, nos embarcamos 5 jóvenes con dos destinos. 2 alumnas de magisterio se fueron a Bolivia, mientras que a nuestro Padre y mi otra compañera, era África la que nos esperaba. Concretamente Lobito, una ciudad portuaria muy pequeña al Sur del país. 

Allí, nos acogieron en su casa 3 misioneras (de la comunidad de Misevi), que llevan muchos años dedicando su vida a la misión, y en especial, más de 5 trabajando en esta ciudad. Tenían muchos proyectos abiertos y eran consideradas unas verdaderas “hermanas” entre la gente. Todos contaban con ellas en su día a día y agradecían la labor que realizaban en los distintos ámbitos de la zona. 

Primeramente, trabajaban en las escuelas de los niños más pequeños, donde Chus y Lara tuvieron su puesto fundamentalmente. Allí, además de enseñarles las cosas básicas del colegio como en nuestros centros de aquí, había una doble tarea escondida detrás. Por un lado, cada niño, recibía una comida antes de volver a sus hogares. Y por el otro, las misioneras se aseguraban también de que los pequeños acudían limpios y aseados pues, al principio del curso escolar se les entregaba un uniforme (era de una tela típica de aquella cultura, el “Samakaka”, por lo que guardaba además un gran valor sentimental para todos ellos) y debían llegar con él impoluto cada día. 

Además, ayudaban a otra Hermana enfermera que residía allí, a la hora de proporcionar material en el centro de salud con el que contaban en la zona. 

Este espacio, que se abarrotaba cada mañana con gente muy enferma en cada esquina, era aprovechado por las tardes por estas misioneras para llevar a cabo talleres de deshabituación alcohólica, madres gestantes, compartir experiencias vividas con el Señor,… Junto a este centro de salud, se situaba el Lar de Ancianos, regentado también por las Hermanas de Lobito y en el que echaban una mano a diario las mujeres de Misevi. 

Es de hecho allí, en estos dos últimos sitios citados, donde se centró básicamente mi labor durante mi estancia. La jornada comenzaba muy temprano, para poder aprovechar así las pocas horas de luz natural que brinda ese paraje. La tarea no era fácil. Pocos recursos y mucho por hacer. Sin embargo, me enseñaron cómo los resultados no se basan solo en lo material. Hay muchas cosas detrás que son igual, o más importantes aún si cabe que esto. Aunque resulta innegable la cara de asombro y felicidad al ver todas las gasas, glucómetros y demás, que pudimos llevarles.  

Es verdaderamente increíble la cantidad de gente a la que ofrecen ayuda sociosanitaria y, del mismo modo, increíble también los esfuerzos de los pacientes hasta llegar al Centro: cargan con hasta 4 hijos multitud de kilómetros, sin agua, esperan pacientemente a la intemperie hasta que les llega su turno…

Tuvimos además la oportunidad de adentrarnos también en el hospital comarcal de la zona. Las salas se separaban atendiendo a dos criterios básicos: el sexo y la patología. Así pues, los hombres se alojaban en unas y las mujeres con los hijos en otras. Había una sala de cardiología, una de traumatología, una de quemados,… quizá fue esta la que más me impresionó. Guardo aún la imagen. Heridas infinitas, abrasiones profundas y allí, en la mitad de la habitación común una pequeña mesa con el material para las curas. Creedme si os digo que en la mayoría de nuestras casas el botiquín ocupa mucho más que con lo que allí contaban, y creedme también si os digo que aún se me escapa la lagrima al pensar en aquella pequeña niña que nos pidió la tapáramos con la sábana y, como simplemente el roce de esta, hizo que rompiera a llorar del dolor. Fue un día duro la verdad. Y un buen golpe de realidad. Ya sabéis, “somos afortunados de lo que tenemos y qué poco lo valoramos”.  

Sin embargo, aunque hubo días tristes como ese, la mayoría los recuerdo con una inmensa alegría. Por ejemplo, ¡qué bonito cuando entregamos los balones! Los niños corrían como locos de felicidad en aquel campo y nosotros con ellos, claro está. 

Vivimos eucaristías preciosas en medio de praderas infinitas, con atardeceres de fondo a veces y otras con el cielo a punto de amanecer. Rosarios cortos con niños correteando entre nuestras piernas y también misas largas de domingo con los más mayores de la zona.

Hablando de esto de las edades, los recién jubilados en nuestra sociedad son ya ancianos profundos en aquellas zonas. Y más aún si eres mujer... 

Ellas llevan el peso del trabajo en casa, (cuidan de los niños, realizan las tareas del hogar, hacen comida para todos...) y también el peso del trabajo fuera del domicilio. Desde bien temprano se acercan a las salinas donde se esfuerzan horas y horas para sacar sus familias adelante. Los hombres trabajan, no lo niego, pero creo que desde una perspectiva distinta. A pesar de ello, he de reconocer que uno de los días que también más me sorprendió fue cuando pudimos ver cómo tiraban de grandes redes en el mar, como si de verdaderos pescadores de hombres se tratara. Un trabajo muy sacrificado y en el que hasta los más pequeños ponían su granito. 

El alcohol era un asunto social en auge en la zona. La economía permitía que productos básicos tuvieran un precio superior al de una botella de licor y, por ende, el vicio crecía a pasos agigantados por allí. Las enfermedades endémicas como el paludismo y fiebre tifoidea sobretodo, no daban tampoco mucha tregua entre la población y había gente de todas las edades presa de estas situaciones. Quiero añadir, en relación con esto, que justo ayer leí una noticia en la que se indicaba que la OMS acababa de aprobar la primera vacuna contra la malaria, ¡ojalá lleguen pronto muchas dosis a todos ellos!

Sorprendida quedé también con la visita a la cárcel. Lo pienso y aún se me eriza el pelo. Reconozco que iba con el miedo en el cuerpo pero, ¿sabéis? Salí de allí realmente tranquila y reconfortada. Una prisión donde el sexo masculino era mayoritario, las edades jóvenes eran lo que abundaba y los hurtos y peleas, eran los “crímenes” principales. Vivimos un padre nuestro con su “danos hoy nuestro pan de cada día” que no olvidaré nunca y una salve a la Virgen para terminar que retumbó en toda la aldea.

Así, entre visitas y quehaceres varios, los días pasaban y la confianza con pequeños y mayores iba creciendo... Nos contaban sus problemas y también los sueños de futuro que muchos de ellos luchaban por alcanzar algún día. Se abrieron con nosotros y nos hicieron sentir parte de aquella pequeña ciudad, que era en verdad una gran familia. 

De hecho, he de decir que aunque hablaban portugués la mayoría, entre los más mayores estaba extendido aún el dialecto de la zona: el Umbundu. Incomprensible para mis oídos, y a pesar de ello, nos entendíamos, pues todos confiábamos en verdad en un mismo idioma: el de nuestro Señor. 

Eran felices, muy felices. Sin grandes lujos y con vidas sencillas me enseñaron a vivir, es más, a sonreírle y estar agradecida cada día a la vida. Somos afortunados, sobre todo, por poder estar junto a las personas que queremos y nos quieren.

Por eso, y por mucho más, cada día desde entonces doy gracias por todo lo que sentí y aprendí. Creo de corazón que ellos se merecen también lo mejor en sus vidas. Lo que para nosotros puede ser un pequeño gesto, para otros puede ser una nueva oportunidad de vida así que, no dejemos de compartir lo mejor que llevamos dentro”.

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