El raso blanco y negro, cual sombra y luz entrelazadas, tiñen las calles de San Lázaro. Un hábito noble que, con su presencia, engrandece cada rincón del barrio, donde la fe y la tradición se abrazan en un canto perpetuo. Los muros de la iglesia, austeros pero llenos de historia, guardan la quietud antes de la emoción que llega, inminente, como una marea de fervor: la cofradía que más veces ha tenido que mirar al cielo. San Lázaro y el renacer del dolor compartido en cada paso
Jesús Ferrero, presidente de la hermandad, se erige como Moisés, abriendo las aguas del camino, pero esta vez son las puertas del templo las que se abren al son de su voz, dando paso a la luz que se cuela entre las sombras: “Que se abran las puertas”, ordena, y el mundo parece detenerse.
Las cornetas y los tambores, rompiendo la calma tensa de las horas de espera, retumban en el aire, arrancando a la multitud del silencio, llevando consigo el alma de los hermanos que, uno a uno, se preparan para el rito. Lunes Santo se convierte en un latido compartido, en una plegaria que se extiende por las calles, acompañando a Cristo en el dolor de su caída, como una herida abierta en el corazón del pueblo.
Es un dolor compartido, sí, pero apartado momentáneamente, para dar paso al dolor más grande: el de una madre que, en su desgarro, eleva su voz al cielo, buscando consuelo para su hijo. Un lamento que se mezcla con la esperanza, y que, de alguna manera, todos llevamos dentro.
La penitencia no se limita a los hermanos de fila; también la llevan, como un eco distante, aquellos que esperan, apostados a lo largo del camino. La procesión llega al ágora, donde, una vez más, se escenifica uno de los momentos más sobrecogedores de la Pasión. Es allí, en ese instante suspendido, cuando “La muerte no es el final” se hace verdad, no solo para los creyentes, sino para todos. Recordándonos que caminar acompañado no es solo un acto de fe en la Semana Santa, sino una lección que atraviesa el tiempo: que el apoyo, en la caída, se demuestra cada día, con o sin raso y caperuz.
El coro de la Hermandad, como un susurro que viaja en el viento, vuelve a enmudecer la ciudad, una ciudad que, pese a todo, resiste. Unida en su belleza, intacta en su esencia, y en una Semana Santa que nunca dejará de brillar.
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