Once de la noche y los hermanos de la Tercera Caída se entremezclan entre las túnicas y cogullas blancas de estameña con fajín de arpillera que apuran su camino con la iglesia de San Vicente como destino final. La tela ignífuga ya cubre el templo que cobijará a sus 300 hermanos para el rezo previo del Vía Crucis.
El bullicio que invade las calles se mezcla con el repique solemne de las campanas del Consistorio, que marcan la medianoche. A las doce, la puerta centenaria de San Vicente se abre con un chirrido ancestral, como si despertara de un largo sueño. La luz temblorosa de las teas, como un río de fuego, se abre paso, iluminando un paso que lleva cincuenta años de historia, de fe compartida, de abrazos en silencio y reencuentros sagrados.
En el aire se respira la quietud de la noche, que se convierte en verbo cuando los pasos resonantes de las sandalias franciscanas marcan su camino. La Noche de Lunes Santo avanza lentamente por las calles abarrotadas, especialmente en Balborraz, donde miles de almas esperan la bajada del Cristo de la Buena Muerte, soportado por ocho hermanos, mientras el sonido del bombo retumba como un eco distante, profundo.
La Plaza de Santa Lucía recibe con devoción la cabeza de la procesión. Allí, en la penumbra, cientos de personas se agrupan, pero el único sonido que interrumpe el silencio es el crepitar de las teas, como una música sagrada que prepara el terreno para uno de los momentos más trascendentales de la Pasión en Zamora.
Los hermanos se alinean, formando filas de devoción silenciosa. El bombo, en lo alto de Zapaterías, anuncia la llegada del Cristo, cuya quietud parece abrazar toda la angustia que late en las heridas de su cuerpo. Cada uno de los cargadores ha acompañado a este Cristo durante más de cincuenta años, convirtiendo su dolor en palabra vivida en las calles de la ciudad.
Con un último y resonante golpe de tambor, la imagen se postra ante los pies de la iglesia de Santa Lucía. El desmayo de uno de los hermos dilató en el tiempo el canto para sorpresa de quienes se agrupaban en otras zonas alejadas como el mirador de San Cipriano.
Tras el susto, la voz de los hermanos, un canto a Jerusalem, se eleva en la noche: “Jerusalem, Jerusalem, convertere ad dominum deum tuum...”. Mentiría aquel que diga que su piel no se erizó cuando los hermanos entonaron su canto
Sin aplausos, sin gritos, sin multitudes… la procesión comienza su ascenso por la cuesta de San Cipriano, dejando tras de sí un eco de devoción pura. Así es el alma de la Semana Santa en Zamora: austera, recogida, sentida. En sus pasos se contempla la grandeza de la fe, sin adornos, sin artificios, pero con la fuerza de un arte que se renueva cada año, que atraviesa el tiempo y toca el corazón de quien tiene la suerte de presenciarlo.
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