Otro año más la respiración se contuvo en Zamora. Miles de personas quedaron mudas ante el lento caminar del lecho de Jesús Yacente. Cristo muerto sobre su cama mortuoria que recorrió las calles empedradas y angostas de la capital zamorana. Con la única luz tenue de las velas, el desfile fue serpenteando por los rincones de la ciudad con la meditación, el silencio y el luto como principales señas de identidad. 

A las once en punto de la noche las puertas de la iglesia de Santa María La Nueva se abrían y rompían así, con la luz interior del templo, la oscuridad y el silencio más absoluto que se palpaba en el exterior. Poco a poco, los hermanos fueron desfilando, los hachones iban percutiendo con las piedras irregulares del firme, los cerrilleros ofrecían luz a los penitentes y las pequeñas esquilas resquebrajaban el silencio. La corona y los clavos se intercalaban entre los hermanos. 

Además, como cada año, la penitencia también quedaba reflejada en los portadores de las tres pesadas cruces de madera que arrastraban por el suelo como reflejo de su carga. Al final del desfile, y escoltado por un nutrido grupo de hermanos, aparecía el lecho mortuorio de Cristo. Un Jesús Yacente imponente, que cortaba la respiración de los presentes y que obligaba a fijar la vista en cada uno de los detalles de Cristo ya fallecido. 

Tras algo más de dos horas de procesión, pasada la una de la madrugada todos los hermanos llegaban a la Plaza de Viriato donde tenía lugar el punto culmen de la noche. En torno a dos centenares de voces rompían el silencio de la noche al entonar el canto gregoriano con letra latina del "Miserere mei Deus...”. Así, con un cántico que hace aflorar los más hondos sentimientos, se escapaba entre las manos uno de los momentos más emblemáticos de la Semana Santa de Zamora.

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